Autor: Gustavo Pereira
No releía a Apollinaire desde hará casi una década. El tiempo devora también las aficiones, como a todo. Pero ahora vuelvo a hacerlo para cerciorarme de dos cosas y así satisfacer cierta inquietud reciente generada por otras: una, si el poema que escribió para la boda de su amigo André Salmon sigue ocupando su lugar en mis predilecciones; la otra, si a “Las ventanas” (“Les fénetres”), su extraño texto de 1911, lo sigo considerando elemento seminal que haría posible pocos años más tarde la poética del movimiento surrealista y mucha otra posterior que algunos nombran de la modernidad, como si lo moderno fuese categoría valorativa y no simple y pura circunstancia cronológica.
“Las ventanas” lo había escrito Apollinaire, no sabemos si bajo la impresión de las pinturas en las que trabajaba en ese tiempo su amigo Robert Delaunay a quien solía visitar en su taller de París; o como tributo a la exposición que junto al primitivo grupo de pintores denominados después cubistas (Picasso y Braque sobre todo) éste preparaba para el Salón de los Independientes de ese año, puesto que figura en sitio prominente en el catálogo de la misma. Con el paso del tiempo y ante las consejas y conjeturas en boga Delaunay confirmará ambos supuestos, revelando que desde el sitio de su taller en donde pernoctaba esos días el poeta de Alcoholes recién salido de su prisión, este podía mirar sus obras del mismo modo que, desde las ventanas, ver hacia la calle.
Iniciándose el siglo, ya en 1904 Apollinaire, joven de 24 años, había conocido a Reverdy, Picasso y al grupo de artistas y poetas que conformarían, en solitario o agrupados, las llamadas vanguardias de Montmartre. No pocas de aquellas rebeliones que con distinta suerte y objetivos cambiarían los cimientos conceptuales del arte occidental perturbaban, cual fortuita antesala de la inminente guerra que se avecinaba, el concertado canon del buen gusto social y de preferencias estéticas en las pinacotecas parisinas, como suele pasar con toda insurgencia renovadora (…)
II
(…) En literatura, con la publicación del manifiesto de Marinetti en Le Figaro de París en 1909 se iniciaba el Futurismo y con éste, acaso la más sensacionalista y vocinglera de aquellas sublevaciones, con una subyacente aunque palmaria particularidad: dejaba al descubierto, al menos en cuanto al fundador y principal corifeo, su verdadera naturaleza, ciertamente escandalosa y por tanto epidérmica, pero contradictoria y fachendosa: Los elementos esenciales de nuestra poesía serán el valor, la audacia y la religión (…) Un automóvil en carrera, que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia (…) Queremos glorificar la guerra —única higiene del mundo—, el militarismo, el patriotismo, la acción destructora de los anarquistas, las hermosas ideas que matan y el desprecio a la mujer; tales eran algunos de sus postulados.
No lo hacía por solo llamar la atención despertando desde el inicio antipatías y controversias. Precedida de un abrebocas que anunciaba la presencia de un poeta singular aunque de férvida retórica, aquella primera demostración paroxística de engañosa apariencia antisistema, volátil como todo desbordamiento desencajado, develaba desde entonces que el futurismo, con sus exacerbaciones supremacistas no pour épater les burgeois sino a todo el mundo, iba a encontrar pocos años después, como otros de su índole, un cauce natural: el fascismo, al cual no sólo adherirá su teatral patriarca sino gran parte de quienes comulgaban con su credo.
De este modo Filippo Tommaso Marinetti, el perenne alabardero de la rebelión anárquica, el singular e inquieto exaltador de la guerra, el militarismo, la máquina y la velocidad, el anti-feminista, el anti-académico, el anti-todo-cuanto-significara-institucionalidad, asentará sus bríos tan pronto el fascismo se hace del poder en Italia, y nada menos que en la misma recién creada Real Academia de la que fue nombrado respetable integrante y consagrado por el mismísimo Duce Benito Mussolini. Y aquellos efluvios pintorescos e hiperbólicos, acaso intuitivamente persuadidos de su propia fugacidad, o quién sabe si a conciencia, terminarán, como su obra, en un olvido tal vez no merecido puesto que algunos de sus aportes formales repercutirán de un modo u otro en su tiempo y en poetas que como el caso del propio Apollinaire, asumirán algunas de sus propuestas renovadoras. Sobre todo las que en el orden formal parecían más avanzadas o necesarias, sintácticas, tipográficas o espaciales (las cuales, dicho sea de paso, ya a mediados del siglo XIX nuestro Simón Rodríguez había empleado en sus casi desconocidas obras). Sin desdeñar entre ellas, por ser común a los movimientos que le siguieron, la iconoclasia desmitificadora, justificada o no, pero de algún modo característica, bien fuera por imitación, casualidad o contagio, en los agrupamientos disconformistas que nutrieron en aquellos días y lo harán en lo sucesivo, buena parte de las estructuras poéticas occidentales (…)
III
(…) Con “Las ventanas”, pero no sólo con este poema —aunque fuera el primero y en cierto modo el único de los pocos de su estirpe— Apollinaire se sitúa, intentando sin duda representar las visiones que acudían a él ante las pinturas de su amigo Delaunay y desde el observatorio de su refugio, entre los principales impulsores del gran oleaje provocado por los movimientos poéticos que le sucedieron.
Escrito en forma de collage, en él se propuso representar el simultaneísmo del pensamiento y sus infinitas aprehensiones al percibir las imágenes y sensaciones que a él acudieron al unísono al contemplar las pinturas de Delaunay. De esa capacidad de ruptura espacio-temporal que puede tener y tiene, pues, el pensamiento, nacen dispares y simultáneos cuadros relampagueantes que el espíritu nuevo del artista atrapa para fundirlas en la misteriosa cópula de sus contrarios. Cabe decir, aludiendo al criterio surrealista, que se trata, en este caso, de una escritura automática de la conciencia en sí y para sí.
Cendrars, quien fuera amigo de Apollinaire y alentó como él aquella rebelión (recuerdo que su poema “Prosa del Transiberiano y de la pequeña Juana de Francia”, que tanto impacto causara, fue coetáneo de “Alcoholes”), definirá también ese credo poético, de modo diferente y en el mismo sentido, en dos versos de su libro Éloge de la vie dangereuse, de 1937:
Le paysage ne m’interesse pas Mais la dance du paysage (No me interesa el paisaje Sino su danza)
En similar propósito en que lo hace Cendrars y sus poemas fotográficos, Apollinaire llama a “Las ventanas”, junto con otros textos de similar factura, “poemas-conversación”.
Desde entonces, ¿cuánta repercusión no ha tenido, directa o indirectamente, en los que podríamos denominar géneros poéticos contemporáneos?
Sería cuestión de indagarlo y reconocer la lejana paternidad (…)
IV
(…) Ahora que vuelvo a aquel texto por entonces inusitado en Apollinaire y releo su obra, me doy cuenta, primero, de que el “Poema leído en la boda de André Salmon”, junto con “Zona”, que forman parte de Alcoholes, siguen en pie, con el recatado fulgor de su lirismo, ejerciendo su primacía en mis preferencias, y después que “Las ventanas”, independientemente de sus pocos o muchos méritos poéticos, nos da una importante clave sobre los inicios de un lirismo fragmentario que intenta conciliar y ordenar armónicamente el caos y la alienación en los cuales, como derivación, comenzaba a sumergirse la vida social europea con la primera gran crisis del sistema capitalista, que poco después intenta hallar salidas mediante la guerra (…)
Poco antes de morir en 1919, el autor de Alcoholes y Caligramas quiso sistematizar los objetivos poéticos del mismo, en el texto de una conferencia que antes de entregarla al Mercure de France para su publicación, corrige y concluye bajo el título de Sobre el espíritu nuevo y los poetas. Suerte de testamento literario en el cual, sin desdeñar de la herencia clásica algo esencial, el buen gusto, reafirma sus concepciones desde una razón introductora: la percepción abierta que debe tener ese nuevo espíritu ante las realidades que explora, así como en la representación de sus múltiples estados, tanto en las exaltaciones de la vida como en los abismos del alma. Y escribe:
No es ni puede ser un esteticismo (puesto que) es enemigo de las fórmulas y el esnobismo, no quiere ser una escuela sino una de las grandes corrientes de la literatura que englobe todas las escuelas desde el simbolismo al naturalismo (además de) luchar por el restablecimiento del espíritu de iniciativa, la clara comprensión de su tiempo y por abrir nuevas visiones sobre el universo interior y exterior, que no sean inferiores a las que los sabios de todas las categorías descubren cada día para extraer sus maravillas.
Otras conquistas han de incluir, aunque no bajo obligada preceptiva, el verso libre, sin ataduras, desprendido de las melosas y pegadizas sogas de la métrica y la rima y de las alcabalas de la ortodoxia gramatical; la prescindencia de la puntuación (que Marinetti había planteado) innecesaria en la nueva poesía que debe aborrecer toda predicción y debe abrir compuertas a la imaginación de sus lectores. Y finalmente, algo definitivo: el elemento sorpresa:
Es mediante la sorpresa, por la importancia que tiene la sorpresa, que el nuevo espíritu se distingue de todos los movimientos artísticos y literarios que le han precedido.
Este elemento poético, en efecto, distinguirá desde entonces buena parte de la poesía que se escribe y publica en la primera postguerra, sobre todo en Dadá y en mayor grado el Surrealismo cuya paternidad nominal, por cierto, debe atribuirse al propio Apollinaire (quien había mencionado y definido la palabra surrealismo en un texto anterior a la conformación del movimiento).
*Fragmentos del texto “Apollinaire y la sedición artística en un poema precursor”, de Gustavo Pereira