Elogio de la censura

AutorLuis Britto García

Lo que debí enfrentar, la más amarga lección que cualquiera que desee escribir tiene que aprender, es que algo puede ser en sí misma la mejor pieza de escritura que uno jamás ha creado, y sin embargo no tener absolutamente cabida en el manuscrito que uno espera publicar.

Thomas Wolfe

El lector conoce la historia de Procusto, bandolero de la antigüedad que ataba a sus secuestrados a su lecho, y estiraba a los pequeños o recortaba a los grandes para ajustarlos a su medida. Hoy en día, nuevos bandoleros secuestran a los creadores para descoyuntarlos o mutilarlos en aras de la rentabilidad.

  Quizá desconozca el lector que en el autoproclamado Mundo Libre un prolijo aparato de censura controla, no sólo los aspectos ideológicos y políticos de la obra de arte, sino también su fondo, forma y contenido en función de los dividendos.

  Las industrias culturales son industrias en toda la acepción de la palabra. Explotan a creadores, diseñadores, obreros y públicos, para producir una mercancía con el supremo objetivo del lucro.

  Así, desde 1930 rige en Estados Unidos un Motion Picture Production Code para la cinematografía, y desde 1954 opera una Comics Magazine Authority of America, ambos instaurados por las propias industrias, ambos más restrictivos que los que podría imponer el mismo Estado, el cual a su vez animó una Comisión de Actividades Antiamericanas para el control de los intelectuales y de su producción, cuyo peso sobre la creación cultural se extendió mucho más allá de su período de funcionamiento efectivo.

  Tan ubicuo es este aparato, que se ha hecho invisible: la mayoría ignora su existencia hasta que la vanidad impulsa a sus operadores a autoelogiarse.

  En tal sentido, una serie de películas, The last Tycoon, de Elia Kazan, Genius, de Michael Grandage, Hail Caesar, de los hermanos Coen, What just happened, de Barry Levinson, acometen la problemática demostración de que el creador del film no es el director, sino el productor; de que el autor de la obra literaria no es el escritor, sino el editor.

  Precisemos el significado del término “editor”. En nuestro mundo de habla hispana, es un agente que imprime y distribuye el libro y a veces corrige ortografía y uniforma estilos de subtitulación o de citas.

  Pero en Estados Unidos, el “editor” tiene el papel que Anthony Burgess resume en su biografía de Ernest Hemingway:

Max Perkins era el gran editor, un hombre que no podía escribir una novela él mismo, pero podía ayudar a los verdaderos novelistas a conformar y ordenar su trabajo y hacerlo publicable. Es muy conocido por lo que hizo por Tomás Wolfe, el genio de North Carolina que podía escribir un millón de palabras pulsantes sin dificultad, pero no podía ordenarlas. Perkins estableció un precedente en América, que Inglaterra ha sido comparativamente lenta en seguir: que el trabajo del novelista es el de entregar una carga de palabras al publicista, y luego inclinarse ante la destreza plástica del editor (Anthony Burgess: Ernest Hemingway and his world, Thames & Hudson, Londres, 1978).

  Leyó usted bien. En el país de las libertades el creador no tiene derecho a determinar el contenido de su obra, sino a proporcionar materia prima para que el editor haga con ella lo que le venga en gana.

  Anthony Burgess, víctima de industrias culturales que le pagaron una miseria por llevar a la pantalla su novela La naranja mecánica, se hace cómplice de este fraude al afirmar sin pruebas que el autor del “millón de palabras pulsantes” “no podía ordenarlas”, mientras que el estéril que las tacha podía “ayudar a los verdaderos novelistas a conformar y ordenar su trabajo y hacerlo publicable”.

  Y a pesar de su panegírico de la “destreza plástica” del hombre que “podía ayudar a los verdaderos novelistas a conformar y ordenar su trabajo y hacerlo publicable”, añade Burgess, inexplicablemente, que “La invitación a ser editorialmente rehecho es una que algunos novelistas, incluido yo, continuamos declinando”.

  Nuevo Salomón, el editor reconoce como escritor sólo al autor que consiente en que su manuscrito sea descuartizado.

  No se trata de un caso excepcional. Prácticamente todas las casas editoriales del circuito comercial estadounidense sólo publican después de que el manuscrito ha sido mutilado y reescrito a gusto de la empresa. Tal tratamiento se extiende incluso a obras ya publicadas en otros países. En The Enciclopedy of Science Fiction, editada por Peter Nicholls, con frecuencia se advierte con respecto a ediciones norteamericanas que presentan importantes omisiones, alteraciones y recortes con respecto a las originales (1979, Granada, Londres, Toronto, Sidney, Nueva York).

  Este Decreto de Guerra a Muerte contra los creadores encuentra su apología en el libro de Scott Berg, Max Perkins: Editor of Genius; en la película inspirada en él, Genius, dirigida por Michael Grandage con guión de John Logan, y en otras que comentamos al final.

  El fraude comienza con el ambiguo título de Berg: Editor of Genius, que podría significar que el biografiado edita a genios, pero también que el genio es ni más ni menos que el editor.

  La película de Grandage y el guión de Logan superan a Berg en atribuir al lápiz rojo del censor Perkins los méritos de los creadores que fueron tachados por él.

  No hay labor más estéril que contar una película, salvo cuando se hace indispensable para interpretarla.

  El talentoso escritor Thomas Wolfe —interpretado por Jude Law— arrastra en 1928 una existencia miserable mientras escribe su primera novela, O lost, que tras ser rechazada por varias casas editoriales presenta a la empresa Scribners, y su “editor” Max Perkins —encarnado por Colin Firth— consiente en publicarla a condición de destruir las dos terceras del libro.

   “Pero cortaré lo que usted diga”, suplica intimidado el personaje Wolfe, quien además celebra con un grito ¡Qué condesciendan a destruir su obra!

  Este pacto con el Diablo tiene consecuencias. “Me duele en el corazón quitar algo”, se queja Wolfe cada vez que rasga una página.

  La tarea de colaborar a tiempo completo en la destrucción de su propia obra hace que Wolfe casi abandone a la única persona que lo había ayudado, su amante, la escenógrafa Aline Bernstein. “He sido editada” comenta ésta amargamente antes de intentar suicidarse.

  Lejos de agradecer que aniquilen su creación, el ingrato Wolfe termina rebelándose contra el destructor: “Estropeó mi trabajo y luego quiere llevarse el mérito de mi éxito”. “Max piensa que me creó, como Pigmalión”. “Perkins piensa que se encontró una dócil masa de arcilla y la moldeó y salí yo”. “Me estropeó, deformó mi trabajo y después quiso atribuirse el mérito de mi éxito”.

  La progresiva aniquilación de la obra maestra también tiene efectos en el perpetrador, quien se envanece de “hallar uno o dos genios, Dos, con Hemingway”. Pues el film presenta a Perkins como “descubridor”, no sólo de Thomas Wolfe, sino también de Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald y William Faulkner.

  Pero a un escritor no lo “descubre” nadie: se encuentra a sí mismo tras dolorosa autoinvención.

  Parte de este Calvario consiste en enviar su obra a decenas de editores esperando encontrar uno capaz de entenderla.

  Pretender, como lo hace el film, que el censor Perkins habría tenido el mérito de “descubrir” a Wolfe al prestar atención a O lost, es añadir la ofensa al insulto: el libro de Berg aclara que el Descubridor Perkins en realidad rechazó el manuscrito y sólo accedió a trabajar en él a instancias de su colega Wallace Meyer.

  Nuevo Colón, correspondería a Perkins el dudoso mérito de pasar por alto un continente ya encontrado por otro.

  A nadie extrañará entonces que, tras ensalzar al acucioso censor como descubridor, la película de Grandage y el guión de Logan lo exalten como “titulador” que rescata obras insignificantes confiriéndoles títulos grandiosos.

  Según el film, Perkins habría sustituido el título original de la primera novela de Wolfe, O lost, por el definitivo, Look Homeward, Angel.

  Pero en realidad, Look Homeward, Angel, también fue creado por Wolfe, como una alternativa en una lista de la cual el editor se dignó elegir.

  Como si no fuera suficiente atribuir a Perkins el mérito de la obra de Wolfe, la cinta de Grandage presenta con insistencia en el despacho del censor libros de Scott Fitzgerald, William Faulkner y Ernest Hemingway, sugiriendo que los valores de éstos se deberían también a las mágicas tachaduras de Perkins.

  Pero, ¡oh! Sorpresa, en entrevista concedida a George Plympton, señala Hemingway que: “Max nunca me pidió que cambiara nada que yo hubiese escrito, excepto eliminar ciertas palabras que entonces no eran publicables. Dejábamos espacios en blanco y cualquier lector que conociera las palabras sabía cuáles eran” (Entrevista a Ernest Hemingway en El oficio de escritor, Biblioteca Era, México, 1968).

  A pesar de ello, el film de Grandage presenta a Hemingway tras una expedición de pesca escuchando conmovedoras lecciones sobre cómo ser escritor provenientes del censor que jamás había escrito una línea.

  Esto jamás ocurrió. Según Scott Berg, Hemingway habría invitado a Perkins a pescar en Key West, pero éste lo rechazó porque “Estoy todavía comprometido en una especie de lucha de vida o muerte con míster Thomas Wolfe, que posiblemente dure todo el verano”.

  Añadamos que, según Anthony Burgess, “El seguro sentido de la forma y la duramente ganada economía de estilo de Hemingway lo hicieron, en su conjunto, imposible de editar”. (Anthony Burgess: Ernest Hemingway and his world, Thames & Hudson, Londres, 1978). Se atrevía Perkins a tachar los manuscritos del desdichado Wolfe, pero no los puños del gigantesco Hemingway, que lo habrían borrado de intentarlo.

   Sobre Scott Fitzgerald, la amenaza de que cada palabra suya pudiera ser aniquilada por un tercero que no sabía escribir contribuyó a que en sus últimos años no redactara absolutamente nada y dejara inconclusa su última novela, The last Tycoon, sobre productores que maltratan a creadores.

  Ningún cretino piensa que no puede mejorar una obra maestra. En el film citado, Perkins al principio duda: “¿Realmente mejoramos los libros? Es lo que nos quita el sueño a los editores”. Su insomnio no es duradero: poco después se vanagloria: “Mi tarea ha sido hallar uno o dos genios. Dos, contando con Hemingway”. Al final, insulta a Wolfe diciéndole que “cinco palabras de Fitzgerald valen más que todas las que has escrito”. Seguramente, las cinco que al fin de su vida el último nunca pudo escribir cohibido por el lápiz rojo del censor.

  Wolfe cierra el debate concisamente: “Es una fortuna que Tolstoi no se haya encontrado contigo, porque habría escrito La Guerra y Nada“.

  Objetará el lector que una golondrina no hace verano, y que un libro y un film que elogien a un censor no hacen tendencia.

  Pero Hollywood ha dedicado varias cintas con aparatosos presupuestos y elencos a ensalzar al equivalente cinematográfico del editor, el Productor.

  Quienes cursaron elementales tratados sobre la pantalla grande tales como Hollywood, Babilonia, de Kenneth Anger, o La fábrica de los sueños, de Ilya Ehrenburg —el cual sostenía que el cine, y no la religión, es el verdadero opio de los pueblos— saben que los productores son tiranuelos que embolsillan dividendos de taquilla, ejercen el colchón con las actrices y frustran cualquier intento creativo de actores y directores.

  Los cinéfilos también conocen que a casi ningún director se le permite en Estados Unidos editar su propia cinta, tarea que comprende la selección del material a ser incluido y del orden y el ritmo de éste.

  ¿Son una excepción los gerentes que pretenden ser reconocidos como autores de las obras de sus víctimas? Una ácida sátira contra los productores que se consideran padres de la criatura figura en Wag the dog (1997), inteligentemente dirigida por Barry Levinson, con guión de Hilary Henkin y David Mamet, basada en la corrosiva novela American Hero, de Larry Reinhart (Ballantine books, 1994). El Presidente de Estados Unidos ve amenazada su reelección por un escándalo sexual; el productor (Dustin Hoffman) en un precoz ejercicio de Fake News, se vale de los medios de comunicación para hacerlo olvidar inventando una inexistente guerra en Albania y un héroe postizo, que reportan la victoria electoral. Pero, frustrado porque no existe un Oscar para productores, amenaza con dar a conocer la verdad, y es discretamente desaparecido por los mismos cuerpos de seguridad que le sirvieron para crear el infundio.

  La película The last Tycoon (1976) dirigida por Elia Kazan y basada en la inconclusa obra homónima de Scott Fitzgerald, representa al productor Monroe Stahr (Robert de Niro) como sátrapa que hace y deshace estrellas; quita y pone directores a su antojo y sólo encuentra la horma de su zapato en el sindicalista que representa a los trabajadores de la industria. Este abominable burócrata es presentado como héroe sentimental obsesionado por la muerte de su esposa. Ni un comentario merece el director al cual se despide en medio de la filmación de una escena y ni siquiera se le permite recoger el saco que ha dejado en el estudio.

  El film Hail Caesar! (2016), escrito, producido y dirigido por los hermanos Joel y Ethan Coen nos presenta con mayor claridad todavía el punto de vista empresarial sobre el Séptimo Arte. Las estrellas, como el actor interpretado por George Clooney, serían estúpidos que no saben recitar una línea del guión, y se dejan secuestrar por pandillas de torpes libretistas comunistas. En cambio el productor, interpretado por Josh Brolin, es un marido ejemplar que se reporta con su mujer cada hora, con su confesor cada treinta minutos y con todo el personal del estudio cada diez segundos para resolverles humanitariamente sus insignificantes problemas. En la escena final se da el gusto de abofetear en público a George Clooney, detestable símbolo de los ídolos que causan dolores de cabeza por su popularidad y su progresismo.

  Por si esta fantasía pudiera parecer irreal, Hollywood nos ofrece la cinta de Barry Levinson What just happened?, (2008) basada en las memorias del productor Art Linson, interpretado por Robert de Niro. En ella disfrutamos el privilegio de contemplar al magnate presentándose como benévola víctima de actores estúpidos y vanidosos, de una ex esposa histérica y explotadora, y de directores que quién sabe por qué creen tener derecho a determinar el contenido de la obra que dirigen. El productor elimina el duro final de una cinta y lo sustituye por una conclusión edulcorada que gana la aprobación de la audiencia en una exhibición preliminar. El testarudo director declara que no comprometerá su visión, conserva el final no feliz para la versión que se exhibe en Cannes, y la sentimental audiencia lo rechaza, confirmando que en este mundo desorientado, sólo Papas y productores son infalibles.

El lector habrá adivinado la moraleja: ningún creador sabe lo que hace, y es indispensable que quien pone el dinero destruya la obra para que ésta tenga algún mérito.

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