Autor: Pablo Montoya
En tiempos de terror surge la imagen del ángel como trasunto de lo apocalíptico, pero también como consuelo y protección. “Ángel de mi guarda, mi dulce compañía”, nos enseñaron a decir en los momentos azarosos, y por mucho tiempo pensamos, cuando una adolescencia atea nos sedujo, que ésta era una consigna candorosa. El ángel es más remoto que la prefiguraciones del Cristo y posee, así no creamos en su presencia abstrusa, una aureola de actualidad insoslayable. Permanencia cultural cargada de tiempo, los cristianos la tomaron como un emblema frecuente para los instantes de la revelación y el arrobo. El ángel, en realidad, puede ser un emisario de la luz, el mensajero del trueno, un breve temblor que sacude la penumbra del corredor o del aljibe. Y es también lo que surca el sueño inquietantemente, la tentación que se combate, el barrunto de la catástrofe, ese signo que orienta cuando la intemperancia se atraviesa en el camino.
Fueron ángeles, forjados de infancia, quienes se atravesaron en el último tramo de la vida de Paul Klee. La presencia de ellos no era fortuita, porque el reino de una inocencia alada inundó los primeros períodos del aprendizaje del pintor. Klee era consciente del poder de la imaginación de que son capaces los niños y siempre estuvo rodeado de lo que, de una manera u otra, le transmitiera la fresca espontaneidad de ellos. Los gatos, que lo acompañaron durante toda la vida, le parecían a Klee como manifestaciones de otra parte, divinidades andróginas que otorgan a la cotidianidad los secretos de una dicha transparente. Podría decirse algo similar del conjunto de sus marionetas. Traviesas y esperpénticas, aunque sesgadas de un no sé qué de volatilidad de cuento de hadas, Klee las hizo en los días en que ocupaba su tiempo en cuidar a su hijo Félix, realizar labores domésticas y pintar; mientras Lily Stumpf, su esposa, sostenía la familia con sus clases y los recitales de piano.
El primer ángel de Klee que llamó la atención fue el Angelus Novus. Es un dibujo a tinta china, tiza y acuarela de 1920. Walter Benjamin lo compró y lo tuvo hasta su huida de París hacia Port Bou en España. El itinerario de esta imagen, de mirada intensa, es fascinante. Benjamin viaja con ella a todas partes desde que lo adquiere en 1921. Es su tesoro, una fuente de inspiración, la base ilustrada de su teoría sobre el avance de la historia humana hacia el desastre. Cuando huye de los nazis, intenta venderla para costearse el pasaje a USA, y así salvarse de la desesperación y el suicidio. Finalmente, le deja el dibujo a Georges Bataille y este lo oculta en la Biblioteca Nacional de Francia. Luego llega a manos de Theodor Adorno. Y del filósofo de la música pasa al especialista en misticismo judío, Gershom Sholem, íntimo amigo de Benjamin. Y es la viuda de este quien lo dona al museo de Israel, en Jerusalén. Pero el ángel de Klee, a pesar de este periplo de coordenadas semitas, no es judío. Tampoco lo fue el pintor, como lo dijeron las autoridades nazis, que lo persiguieron y lo expulsaron de Alemania en 1933, y declararon su obra degenerada.
Hasta donde se sabe los ángeles no tienen raza ni nacionalidad. Son invisibles y, según el Falso Dionisio, ajenos al conocimiento y a la contemplación de los hombres. Carecen de sexualidad aunque los pintores de todos los tiempos los hayan rodeado de una diversa simbología erótica. Todos los que hizo Klee están, sin embargo, tan despojados de materialidad y contingencia histórica que es arduo vincularlos con el Holocausto. Pero acaso su motivación y trazado los vuelve próximos al sufrimiento y al ansia de serenidad que tuvo la primera mitad del siglo XX, tan asediada por los sobresaltos del fascismo. Las palabras de Benjamin han facilitado, en todo caso, la ascendencia judía del dibujo de Klee. Aunque lo que escribió Benjamin sobre el Angelus Novus no está relacionado necesariamente con la tragedia judía. Benjamin se refiere a la mirada, que es acaso el centro ígneo de la pintura. Considera que el de Klee es el Ángel de la Historia. Sus ojos van al pasado, esa sucesión larga y desolada de ruinas. Del Paraíso sopla un viento huracanado que impide al ángel despertar a los muertos y recomponer la devastación. Ese viento, no obstante, lo empuja hacia el futuro. Pero el ángel da la espalda a la inmensa torre de escombros que se eleva en el cielo. Y ese huracán que lo arrasa todo, para Benjamin, no es más que el progreso.
Si se mira el Angelus Novus, se podría pensar también que nada de fatal hay en él, y que la atmósfera que irradia está tocada por la esperanza. Y que, finalmente, lo de Benjamin es una interpretación empujada por el delirio al que lo sometió el totalitarismo, esa marca terrible de su época. Parece ser más cierto, de todas maneras, que el Angelus Novus está hermanado a los otros ángeles que Paul Klee hizo en su último año de vida. Fueron los días en que se le declaró una enfermedad irreversible. La esclerodermia lo sumió en la inactividad. Luego, gracias a las dietas a base de leche preparadas por Lily, el pintor se recuperó un poco.
Entonces habló con los ángeles y los dibujó. Ellos son la representación de un diálogo entre la tierra y el cielo, entre la fealdad y la belleza, entre la epifanía y la calamidad, entre la soledad y el silencio y el caos de la guerra que estallaba entonces en Europa. Los seres alados de Klee, el ángel olvidadizo, el ángel todavía femenino, el ángel precoz, el ángel que llora, el angelus militans, el ángel con campana, el ángel lleno de esperanza, son figuras que podrían demostrar, por su acabado de pocas líneas y su profunda sencillez, cómo ese ser, que ilumina por un instante la nada y el vacío, permite una elevación simplísima hacia Dios. De allí que pueda hablarse de un misticismo, melancólico, sosegado y sonriente, en este último Klee que he podido mirar en su museo de Berna.
Aferrado a una de las pocas certidumbres que lo conmovían, el reino de la infancia, Klee enfrentó la muerte un 29 de junio de 1940. Una frase que él mismo dijo, define esta vida lúcida en un tiempo oscuro: el color y yo somos una misma cosa. Buena definición que podría susurrarnos una de estas figuras angelicales y entrañables.