Autor: Luis Britto García
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Casi todas las grandes novelas estadounidenses transitan el tema de la errancia. Casi todos sus grandes autores son errabundos. El país mismo surge de un triple peregrinaje, primero desde Europa hacia la Costa Atlántica, luego de ésta al Pacífico, despues hasta el indefenso Sur. El modo de vida norteamericano consiste en la perenne búsqueda de Paraísos que arruinar.
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“América no es más que las sobras de Europa”, hace decir James Joyce a uno de los personajes del Ulises. Las sobras de las sobras son los condenados a las atroces profesiones del océano. En la voraz expansión de los imperios, los parias de la tierra devienen parias del mar. Nada hay en el dilatado continente para el joven huérfano Herman Melville, que debe buscar su Paraíso alquilándose como marino. Burbuja aislada del cosmos, el velero es microcosmos que inflige a los tripulantes el mismo tormento que padeció Dostoievski en El sepulcro de los vivos: el de no poder estar nunca solos. Herman Melville huye de ese riguroso infierno en cuatro oportunidades: cuando deserta del barco mercante que lo lleva y trae de Inglaterra; cuando abandona el ballenero Acushnet para vivir entre los nativos en Tahití; cuando escapa del ballenero Lucy Ann para caer prisionero de caníbales que terminan vendiéndolo como tripulante a otro ballenero, cuando deja la fragata de guerra en la que se ha enganchado, para tentar el improbable oficio de escritor. En vano escapa de la tierra que lo ha visto nacer y del océano que lo libera de ella haciéndolo esclavo. Typee, Omoo, White Jacket, Mardi, Red Bear, Moby Dick, Benito Cereno, Enchanted Isles, Billy Budd, incluso sus poemas John Marr and Other Sailors. With Some Sea Pieces versan sobre el agobiante infinito del oleaje.
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No importa cuán lejos huya, el tormento de la soledad del mar y el de la presencia del otro, no lo abandonarán jamás. Las tripulaciones que describe en sus obras son prolija muestra de la sociedad que las expulsa, una Comedia Humana en miniatura. Para 1851, año de publicación de Moby Dick, medio millar de balleneros surcaban los océanos, amenazando ya con el exterminio de sus presas. Formaban parte de las tripulaciones nativos americanos que habían enseñado a los europeos la cacería de los pacíficos cetáceos, y que navegaban a veces secuestrados, a veces esclavizados por una cadena de deudas. Uno de cada seis tripulantes era de ascendencia africana. Fugitivos de toda denominación, huyendo del calabozo, elegían la flotante prisión del velero. En aquellas cárceles flotantes describe Melville desde fanáticos religiosos hasta escépticos, desde oficiales sádicos hasta víctimas de tormentos corporales, desde filósofos estoicos hasta pragmáticos brutales. Como entre los filibusteros, un aire de igualdad prevalecía entre las variopintas tripulaciones. Como entre los piratas, el botín dependía de la cantidad de presas. Como en el continente, todo ocurría bajo la autoridad absoluta de un capitán, que no era más que un sirviente de los accionistas.
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Sobre Moby Dick apunta D.H. Lawrence en sus Studies in Classic American Literature: “Desde luego que es un símbolo, pero ¿de qué? Dudo que el propio Melville lo sepa con exactitud”. Así como las abigarradas tripulaciones que describe son alegoría de la sociedad que las exilia, el mar es brutal emblema del absoluto; el cachalote la más visible de sus encarnaciones; el vengativo capitán Ahab, la conciencia que aún a costa del propio sacrificio sangriento intenta dominarlos. El verdadero protagonista del libro es el cachalote, o sea, el insondable misterio del mundo. Como el narrador Ismael, caeremos en el océano, es decir la nada, sin haberlo resuelto. Como toda obra maestra, su estrategia radica en la ambigüedad, que permite a cada quien reconocerse en los enigmas que aquella plantea.
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El tormentoso océano impone sus reglas a quien se aventura a cursarlo, vivencial o literariamente. El Conde de Montecristo, publicado en 1844, Moby Dick, en 1851 y Veinte mil leguas de viaje submarino, en 1869 comparten rasgos nada casuales. Los tres grandes héroes románticos del siglo XIX, Edmundo Dantés, el capitán Ahab y el capitán Nemo, son marinos, se esconden bajo el velo del misterio y están dominados por la obsesión de la venganza. Dantés y Nemo han perdido a sus amadas, el uno por la intriga de un traidor, el otro por la invasión de una potencia imperial; Ahab ha sufrido por el cachalote una mutilación que los psicoanalistas asimilan simbólicamente a la pérdida de la virilidad. De los tres agravios, la intriga judicial y la invasión imperial pertenecen a la irrisoria mecánica del provecho humano. Sólo la mutilación de Ahab suscita la emoción de lo sublime, como los románticos llamaban al estupor de la propia insignificancia ante el infinito. Moby Dick (en inglés Dick es coloquialismo que nombra al miembro viril) es el misterio de la alteridad y del océano, vale decir, del universo. Ahab le atribuye conciencia y raciocinio al cachalote así como el capellán que despide a las tripulaciones le asigna sentido al mundo. No soporta Ahab haber sido atropellado —o quizá engendrado— por una ciega operación de la materia animada. En vano su segundo de a bordo y los lectores le advertiremos que un animal herido que se defiende es un ser inocente, que querer castigarlo es atribuirle blasfemamente la conciencia y el libre albedrío que el Creador reservó para los humanos. Ignorando todo raciocinio, Ahab elige vengarse del cachalote como si la colosal bestia tuviera la misma conciencia que su víctima ¿Podemos seguir siendo personas en un cosmos despersonalizado?
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Esta contradicción insoluble no puede tener otro desenlace que el cataclismo, pero anunciado por punzantes paradojas. Ismael, el joven narrador, se plantea el enigma de si el cachalote, cuyos ojos miran hacia costados opuestos, puede contradictoriamente concebir dos pensamientos distintos al mismo tiempo. Queeg, el tatuado arponero del Pacífico, enferma y encarga una urna al carpintero de a bordo. Después que el cachalote en su demoledora embestida arrastra al capitán Ahab y desguaza al Pequod, la urna es lo único que flota, y sirve como paradójico salvavidas al joven Ismael, quien es rescatado por el ballenero Rachel, cuyo capitán busca sin esperanzas a su hijo desaparecido, “sólo para encontrar otro huérfano”. Criaturas efímeras, nacemos abrazados a nuestro féretro.
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Moby Dick, la primera gran novela de Estados Unidos, no tuvo éxito comercial y en cierta manera hundió la floreciente reputación literaria de Melville. Fascinado por el océano de pastos que se extendía hacia el Oeste, el estadounidense promedio no pensaba en el mar, a pesar de que la desmesurada extensión de la tierra en proceso de conquista obligaba a un prolongado viaje marítimo de mes y medio para llegar de la Costa Atlántica a la del Pacífico pasando por el remoto Cabo de Hornos. Sólo en 1890 publicará Alfred Mahan su clásico The Influence of Sea Power upon History, 1660-1783, que volcaría el imaginario estadounidense hacia la expansión naval. Serán necesarias todavía tres décadas y los primeros zarpazos de la marina imperial para que el poderoso Moby Dick emerja del océano de la indiferencia y lo galvanice para siempre con sus abisales interrogantes. La obra maestra es un caníbal que devora a sus hermanas. Mucho y magistralmente escribió Melville. La abrupta masa de su Ballena Blanca primero desguazó casi su reputación literaria, y luego, revalorizada tras su muerte, amenaza con dispersar sus otros escritos como los restos de un aparatoso naufragio.
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Avisté ballenas al Norte de Margarita, navegando con Augusto Hernández y Jaime Ballestas en un pequeño bote cargado con pertrechos de buceo. Hubo un poderoso chorro de vapor, una remoción de las aguas y los colosos se abismaron en la tinta perenne del misterio.
*Ilustración de David Dávila