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Karibay A propósito de
∎ Velásquez
El hombre que amaba las islas
[de D. H. Lawrence]
Hay en el interior del planeta, suerte de ensimismamiento para ale- gar modelo. Y no la abandona porque llos que emiten para no alterar la voz
en su energía subsuperficial, jarse incluso de los espectros que alla- haya fracasado en ese intento de or- del océano, todos ellos son apenas
una fuerza transformadora nan su primera isla. Y claro que lo hará den. Lo hace porque en ella, como le aves viajeras que visitan el misterio de
que resulta en la emergencia de pe- levantando sus propios monumentos, sucede en la ciudad, está perdido. Sólo la isla. Como pájaros que al migrar pa-
queñas porciones de tierra que llama- que no se comparan con las catedrales en sus entrañas siente lo otro, la som- ran a descansar en ese lugar. Y mien-
mos islas. Ora por la expulsión de ga- (lugares que tenemos como sagrados bra apenas que le sostiene, una reali- tras tanto, la promesa originaria en el
ses acumulados que terminan en una en tierra firme) cuyo aguante temporal dad que se produce en lo más íntimo. interior de Cathcart, va sufriendo los
crisis volcánica, ora porque son mon- “se le antojaba un perpetuo aullido”. Contemplando el horizonte desde el efectos de la erosión: una sensación de
tañas de plataformas continentales borde de su primera ínsula, éste le re- frustración va horadando los bordes
que se resistieron a desaparecer, las is- Sus intentos hacia el silencio no es- sulta límite más que una invitación al de su islote hasta hacerlo desaparecer.
las dependen de una potencia geosfé- tarán libres de dudas y reproches. Su ser. Entonces huye mar adentro.
rica, como si de golpe el planeta en- primera isla, de todos modos muy cer-
contrara nuevas posibilidades de re- ca del mundo temporal del que huye, Cathcart se instala en una segunda Y es que abandonarse al silencio no
nacer. Al aquietarse el movimiento, la la siente como el espacio donde sur- isla, mucho más pequeña que la ante- se trata de aislamiento o incomunica-
isla no es sino el pedazo de tierra que gen los “terrores de la infinitud”. De rior, y en ella vive con un reducido nú- ción. De lo que nos habla D. H.
sobrevive a la deriva, silencioso, atem- noche, cuando todo parece detenerse, mero de personas, todos sus libros y Lawrence es de ir a los límites de lo hu-
poral; ruina apenas de la violencia te- lo otro infinito bulle y “los carros de con la tarea meticulosa y absorbente mano, entregarse a una fuerza trans-
lúrica. ¿No es también así el movi- los llamados muertos avanzan raudos de tomar nota de arbustos, rosas y formadora que se da en el interior del
miento que hace el alma hacia su libe- por las viejas calles de los siglos, y las cuanta flora crece en su islote. ser al expulsar su “magma” a la super-
ración? ¿No nace acaso del vigor inter- almas se amontonan en los caminos ficie. De la formación de un espacio vi-
no del hombre la necesidad de confi- que nosotros, en el momento, llama- Ya no existe en él el deseo de perfec- tal que se realice en su alma y en el que
gurar un espacio vital que escape de mos años pasados”. Eso otro infernal ción: su tierra a flote se convierte en un no se pueda sino ser dueño de sí mis-
los límites del tiempo? Si lo pensamos, emerge como islote en el centro de su refugio. No hay espectros en esta isla, y mo. Una isla, en fin, que sobrevive a la
una isla no tiene fronteras, o mejor di- pequeña tierra, en la oscuridad que se si los hay no les teme. Su alma tranqui- destrucción de todo lo configurado co-
cho, sus contornos se confunden con revela cuando la vida retrocede a la na- la y callada, como una planta marina, mo realidad, y que es afirmación del
el mar. Y en su sostenerse a flote el da. Y, ¿quién dijo que la búsqueda per- está atenta a los sonidos del mar: “fuer- silencio originario, de la nada que nos
tiempo pasa y no pasa. ¿Y no es tam- sonal no le haría sentir en sus entrañas tes explosiones, ruidos sordos, extra- hospeda, cuya materia es la posibili-
bién vestigio del silencio que fuimos, el terror que produce librarse de los ños y largos suspiros y ruidos silban- dad misma. Al respecto, dice María
de la nada que nos resiste, eso que na- acontecimientos que fluyen con sus tes”. No obstante, a pesar del sigilo de Zambrano, que de toda ruina (y una is-
ce como deseo de conquista personal? horas medibles, cuantificables? El él y sus acompañantes, de los murmu-
Como una isla, lo irreductible a lo hu- hombre parece estar en una batalla
mano —ese silencio del que habla- cuerpo a cuerpo con el silencio circun-
mos— flota en nosotros y es promesa dante, es como si ante cada emergen-
indefinida e inagotable. cia de isla en su interior, la atención se
En “El hombre que amaba las islas”, centrara en acercarla a tierra firme —
de D. H. Lawrence, asistimos al desafío llamémosla hechos, acontecimientos,
de quien se propone arrasar con todo realidad, historia: lugares de defensa
orden para recobrar al fin el silencio que levanta ante el vacío. Pero eso que
originario. No se trata de un hombre principia como miedo, pálpito en las
que quiere estar solo, alejado del tu- tinieblas, funcionará también como
multo de la ciudad. Sus islas y aún más posibilidad.
su deseo de insularidad, son símbolos
de la desorganización humana de Así pues, veremos cómo para librar-
aquel que halla en el intersticio lo real se de las inquietudes que le produce
y desde allí recrea una nueva existen- su aislamiento, nuestro protagonista
cia. El interés del protagonista (a quien llenará su isla de historia material.
conoceremos como el señor Cathcart) Quería hacer de ella una suerte de pa-
se centra en las cosas que calladamen- raíso: “un diminuto mundo de pura
te se desvanecen, pues en esta acción perfección, hecho por el mismo hom-
reside su permanencia. Qué mejor bre”. Pero, ¿existe tal perfección? Si ha
metáfora que una isla, donde el silen- de existir, sería precisamente en una
cio primigenio resiste apenas y es ráfa- isla tan parecida a tierra firme, cuyos
ga de viento en medio del bramido in- misterios ahuyentas con el estruendo
quietante del mar. Esta porción de tie- de tu voz y en la que te empeñas en re-
rra, inasible en su evanescencia, es plicar “la superioridad” de aquello de
una suerte de lugar sagrado. La vida lo que huyes. Frente a cada muro, casa,
surge en su abandono. Somos noso- estructura, el silencio se detiene. La
tros quienes nos empeñamos en po- mudez deja lugar al grito que se con-
blarla de sentido: edificaciones, soni- funde con otros dentro de la maquina-
dos, tensiones. Por eso la huida del se- ria del tiempo. Quizás nuestro isleño
ñor Cathcart es hacia adentro, una no lo sepa, pero su Isla Feliz, llena “de
su propio espíritu refinado, como una
flor”, se convirtió en un diminuto lu-