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6 Piedepágina • agosto de 2020

                   Luis Alberto
                   ∎Crespo

El Estero de Camaguán
queda en el más allá

  Vivir es peligroso, me vuelve a decir Riobaldo Ta-      Humberto Mata, el deltano de la narrativa perfecta,       nio Trujillo, quien lo anduvo buscando para convi-
tarana entre los carrascales de Gran Sertón Veredas.      su coetáneo de la vividura, en la astrología y en el      darlo a vivir en su libro de melancolías: Regiones ver-
Eso queda en los llanos peludos de Minais Gerais,         oficio.                                                   bales, donde los poemas hablan de sí mismos como
donde todavía están esperando que llueva; pero en-                                                                  si fueran sus propios autores.
tre aquellos pejugales del nordeste brasileño por           ¿Por qué insisto sobre su vecindad con Guimarães
donde transitara João Guimarães Rosa en su obra           y la muerte? ¿Por qué los lamederos de la sabana            En su confesión a Antonio Trujillo, Sael caminaba
maestra, y las sabanas empalmeradas y atraganta-          guariqueña que fue su patio de juego y donde andu-        sudoroso por los barriales colorados de Camaguán
das de agua del Estero de Camaguán, que oyeran            vo conmigo el llanero Tatarana en la lectura de Gran      cuando unos curas y monjas de seminario lo lleva-
gritar por primera vez a Sael Ibáñez, media el mismo      Sertón Veredas? Acudiré a uno de sus libros, la novela    ron consigo para que fuera encontrar a Dios en una
infinito, no porque mi amigo de ojos verdes, a quien      Vivir atemoriza. Hay humor allí (es casi su aliada) y,    celda. El quería que se lo llevaran. “¿Me hablas a mí
hace unas horas se le detuvo el corazón, cediera sus      eso sí, hay la fatalidad, explícita y escondida. La       de nostalgia?”, y le respondió al poeta de Malvasía
dones de inventor de prosa de admirable fantasía a        muerte no es a la que esperamos encontrar: es su ex-      con cierto gesto del dedo imposible de traducir.
las calientes intemperies de su patria tendida sino, a    cusa. Y no es ostentosa, no: lo que le importa al autor
lo mejor, por su obsesivo nombramiento de la muer-        es narrar, narrar desde y en lo puro; pasar de largo        Fiel a sus propósitos de evadir los excesos de lo evi-
te y otrosí, por la machura (el término es de Saint-Jo-   frente a la idea fija y lograr perplejidad en el lector.  dente, en su solitario libro de poemas, tal vez la ma-
hn Perse) con que se hace de lo tosco, lo abrupto y       Por eso todo desenlace es inocuo.                         teria de que está hecha, no sé, la prosa de La noche es
hasta lo sordo (como es del uso de las puyudas caa-                                                                 una estación.
tingas sertoneras) y echa a un lado cualquier broza         Uno no refiere el contenido de las invenciones de
que tropezara con la confidencia narrada, porque          Sael como si hablara por teléfono, según el lugar co-       En él la poesía (ella no suele ser muy asidua de la
ésta sucede, es verdad, bien lejos de las insolaciones    mún.                                                      excesiva confidencia, del miserabilismo y menos de
y los rebalses del río Portuguesa cuando se lo traga el                                                             lo lastimero) revela el despojo de lo divagante y el
Apure, el perezoso y leonado Apure.                         Lo supe a fondo cuando un día me cedió su hasta         privilegio de lo escrito como arte, por lo que en ABC
                                                          ahora único libro de poemas, El ABC de la intuición,      no se da nunca el susodicho estorbo del yo. Es el
   ¿Por qué?, le pregunté a Sael, ampuloso de espal-      para que yo escribiera un prefacio. No lo hice: lo que    tiempo el que ejerce su señorío, el tiempo y la me-
das y con arrestos de viejo soguero. Entonces me ha-      suscribí fue, línea tras línea, mi emoción. Allí me en-   moria. Es la eternidad. Siempre, creo, fue su perso-
bló de su hogar en los conventos, de cuando Dios de-      contré con su infancia.                                   naje escondido.
terminó que le sirviera a sus improbables designios
con sotana y misal; y también me habló de sus ratos         Más tarde hizo de ella confidencia al poeta Anto-         Ahora es su obra interminable.
de viandante y desocupado lector en Madrid de los
agobios —no sé si antes o después— del recado aca-
démico que sufriera en las salas de la UCV. Porque
bien pudo haber sufrido de nostalgia lírica, ¿no?, ese
insecto picador de la memoria, acaso más asediante
que la pálida y picuda jauría zumbadora de la plaga
en la charcas de la calle enzanjonada donde naciera.

  No, me dijo, que no usó caballo alguno para acor-
tar la modorra de lo inmediato, como hiciera la es-
puela que calzara el poeta y orfebre de la lengua Ar-
naldo Acosta Bello, paisano suyo y compañero, des-
de hoy, en el olvido. No, insistió, porque el paisaje de
su añoro fue una celda de novicio seminarista y la
Plaza Mayor madrileña, sus frecuentaciones en los
bebederos de chatos en Lavapiés y las recoletas ho-
ras de lecturas en las bibliotecas. Pero nunca los pal-
mares, nunca el río Portuguesa avasallando las costi-
llas de Camaguán, anegándolos hasta la altura del
nido de los arrendajos. Tampoco los llaneros y sus
caballos echando para atrás el horizonte.

  ¿Cuándo se supo escritor? ¿Alguien se lo pregun-
tó? Sólo sé que José Balza fue su deidad. De él apren-
dió a visitar lo que le ocurre a las emociones, más
que a sus cercos. A labrar (más que a escribir) una
prosa como quien desdeña el regodeo adjetivista, y
sobremanera, a no desatender la elección del objeto
último de la ficción: su eficacia en el fulgor último,
sobretodo si éste se diera desde el primer párrafo. Y
eso hizo, pero cuidando en no desatender a su recla-
mo más íntimo: el de ser él mismo, como hiciera
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