El silencio en diecisiete sílabas

AutorLuis Alberto Crespo

Hartas veces intenté mirar como Manuel Espinosa. Fui a tocar a su puerta para saber cómo era su vivir contemplativo. Era en su casa, su casa como devenir puertas afuera, el espacio donde transcurría su aislamiento. Esa puerta que entraba al patio, ese ser enmudecido por la quietud que la hoja interrumpía, el adorno, la flor; ese corredor como un monje errante; alguna piedra u otra interrumpida por la hierba interiorizada por su ensimismamiento o la tierra que el musgo sensibilizaba, según. Yo escribía, no como ahora lo hago, esto es, retardando mi encuentro con la mirada que digo, sino entre dos o tres, frases y la incertidumbre, que es achaque de la poesía.

  Quería, entonces, aprender a callar con la otra escritura, no con la mudez de la escritura sino con el decir del ojo del artista meditabundo. Y allí estaba, del otro lado de su presencia, esto es, dentro de sí, el artesano —como le gustaban llamarse los artistas del Renacimiento— a la espera de mi palabra, la cual no sabía cómo mentir o cómo testificar mi irrupción cuando en todo (la pared y la ventana, la calle blanca de Clarines, la hora canicular reveroniana) me servía de esquivez o de conjetura mientras Manuel daba a observarme con esa mirada suya tan habituada a transcurrir sobre la forma y el color de lo real, o su apariencia o su transfiguración, en busca del sentir de los árboles, la meditación de las lejanías, la caricia de la arcilla o el polvo del país árido y espinoso de Unare.

  No más me recibió la penumbra de la intimidad donde existe desde tiempos idos, allá en aquella morada callada y sitibunda, supe que el silencio habitaba cada objeto, este ídolo, aquel jarro, el helecho de hilo puro, alguien que mira, o está, no más. Yo había guardado, como quiere Proust, el pasado de una admiración por cierto trazo del carboncillo, vislumbrado algún día sobre un muro de museo, algún roce del óleo y el ahínco del grabado o el dibujo vivo conque perduraban en mi memoria el fervor por el matorral, la agrupación de unos cujíes o de puis, a lo mejor una ladera o acaso el suelo ansioso o mortificado de un valle o el filo de un confín. Pero esa vez, mi amigo miraba con su mirada reflexiva lo impalpable a cada pregunta mía acerca del púrpura, el verde vehemente o crispado, la ceniza de lo pardo en la distancia, la vastedad de arriba al momento de lobreguecer o de su ardimiento.

  El pensador y el contemplativo que acusa su rostro y su pupila zahorí, suelen acompañar su conducta las veces que concede al prójimo más vario no pocas confidencias de su estética en páginas de precaria vida y en hojas de biblioteca, pero durante lo que vengo curando de no olvidar me visita el recuerdo de las frecuentaciones de Manuel, a las grandes soledades del espino y la yerba, la arcilla rota, el matojo hosco, el vacío de lo íngrimo. Es allí, me lo dice de nuevo, menos con la voz que con el ojo, donde busca la materia real e intangible de su pensamiento y su emoción, por no nombrar su filosofía, si esta no estorbara al ejercicio búdico que mueve su inteligencia del artista con la labor transfiguradora de la evidencia visual y su revalorización secreta, religiosa.

  Se me antoja suponerlo en esas lejanías, a él y al enigma que sigue de cerca al creador frente al objeto que privilegia (aquellas tierras de estío, por ejemplo, las serranías de cal y color lívido, las lomas con formas de estados de alma, los cielos donde empieza el cromatismo transformado en sentir); se me antoja, repito, atribuirle su determinación en aliarse con el azar y la necesidad de elegir este, estotro paisaje mediante la reflexión ontológica y metafísica que ellos suscitan.

  Huelga confesar que a ese mi camino a la mirada física y poética del paisaje, débese mi loa a su siempre renovada inteligencia con la tierra sola, el espacio mudo de toda presencia que no sea lo que siente y piensa el árbol, la tierra de adentro, la de afuera y sobremanera su lastimadura y su sosiego. El trazo del carboncillo o del filo del pincel es el paisaje entero, el mundo así entrevisto y elegido tal esos apuntes orgánicos, lo innombrado como aparición de lo cierto.

  El color no se atreve a revelar la sensación que lo motiva, busca el horizonte, la ceja de un boscaje (sus ramas son menos árbol que gestos, que expresión de la soledad) donde el púrpura transita, no permanece en el mundo de la rugosa realidad. El color entonces, piensa, el paisaje y su forma (la inquietud del viento en la fronda, la respiración ansiosa de la hierba, el dolor sepia o tierra de Siena de las laderas) olvidan su incierta semejanza, advienen situación humana, gesto, mueca misma, atormentado confín; y de pronto caída sobre lo yerto. La rojez que enciende la hendija, el lomo encendido de lo inalcanzable, no arden, no queman esta vida convulsa: avivan, al contrario, su solipsismo.

  Nadie transcurre, ni vuelo, ni creatura, ni lo humano: todo lo inerte o lo que el aire mueve, lo explica: porque, la mirada con que piensa lo real el creador es —lo vuelvo a escribir— asunto del ser como interiorización de la intemperie. Elogio del silencio, llama Manuel a esa apariencia de la tierra que el trazo y el color convierten en maneras y formas de lo humano, ocultas en lo evidente: ese sendero, aquella sensación de rama o de loma que nos expresa.

  El abuelo Bashô mira y anda asendereado por la errancia (él que es “el señor ermita”) de estos espacios y los somete a la delgadez semántica del haikú: “Sentimiento sagrado/Mis lágrimas manchan/las hojas rojas caídas” e insiste: “Sobre este camino/ nadie/ Atardecer de otoño”. La última línea de su Pequeña tierra (2019) nuestro poeta Freddy Ñañez, fiel a la versificación del 5-7-5, revela: “las ramas copian“.

  ¿No es esta línea postrera de su haikú una definitiva calificación del lenguaje pictórico-filosófico conque nos mira Manuel Espinosa desde los muros de la Galería de Arte Nacional?

  A estas horas de mi otrora viaje a la mirada del solitario de Clarines la poética de sus paisajes me revela (me enseña a aprehender) que el árbol, la tierra y su reflejo en el aire, su mundo material y transfigurado (como la libélula, como la hoja y el pétalo, como lo informe y su oculta figuración vital), conceden en el ojo que mira y el ojo que recrea la alianza con una contemplación de la desmesura como la gota del rocío y el destello de su desaparición.

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