La otra vida de Walt Whitman

AutorJ. A. Calzadilla Arreaza

La estampa patriarcal y profética de Walt Whitman quedó fijada para los latinoamericanos, tempranamente, por José Martí en su artículo aparecido en una publicación mexicana, en 1887: “Parecía un dios anoche, sentado en su sillón de terciopelo rojo, todo el cabello blanco, la barba sobre el pecho, las cejas como un bosque, la mano en un cayado.” —tradujo Martí de un diario estadounidense para encabezar su texto.

  Contaba Whitman cerca de setenta años, y sobrellevaba la parálisis, que le sobrevino a los cincuenta y cuatro, llevando una vida de retiro en el poblado de Candem, en casa de su hermano mayor, en New Jersey. Viajaba eventualmente a Nueva York o a Boston valiéndose de una andadera, y fue finalmente un resfrío pescado en una de esas salidas lo que lo llevó a la tumba en 1892, víctima de neumonía.

  De tanto y tan bien cantarse a sí mismo había llegado a encarnar el profeta que pronunciaba con su inglés americano, apocopado y contracto, sentencias que alcanzaban el vuelo bíblico del libro de Job o de los Salmos.

  Parecido en eso al Zaratustra de Nietzsche, Whitman parodiaba, usufructuaba más bien, el estilo bíblico para producir estrofas con aire de versículos. Pero justamente Nietzsche tuvo que inventar a un personaje como Zaratustra para conquistar un estado místico de su pensamiento. Whitman, en cambio, no tuvo que inventar meramente un personaje, pues se inventó a sí mismo.

  Como bien vio J. L. Borges, Whitman es no sólo el poeta cantor de la epopeya estadounidense; Walt Whitman sería también y sobre todo el héroe único, múltiple y totalizante de esa epopeya. El héroe de Leaves of Grass es un ser plural, diverso e “igual-y-opuesto”, la triada conceptual whitmaniana.

  Igual a todo lo que toca y canta, el poeta es a la vez la gama extendida de sus diversidades, una suma colosal, catedral al aire libre de todos los estados de cosas y personas enumerables. Hombre-cosmos, bástale cantarse a sí mismo para cantar todas las posibilidades del ser, todos sus actos y presentes. Y comenzar a poblarse a sí mismo como futuro.

  Un académico tan bien pensante como Louis Untermayer, editor de la enjundiosa antología de poesía moderna estadounidense, se declara perplejo ante la metamorfosis en eminente vate americano del atolondrado Walter Whitman, nacido en West Hills, cerca de Long Island, el 31 de mayo de 1819, hijo de una madre cuáquera y un padre puritano, de quien aprendió la carpintería.

  Joven mandadero, aprendiz de tipógrafo, periodista irrelevante, carpintero constructor de casas, enfermero en hospitales de campaña, la biografía verificable del joven Whitman es decepcionante comparada con el torrente de casos y situaciones que pinta su poesía, de los cuales se dice partícipe o testigo. Whitman no vivió las experiencias que su epopeya enumera, describe y ritma, salvo en el cosmos de su poética.

  Se le reprocha aún a Whitman en los círculos académicos por el mal tono de haber escrito en favor de sí mismo, ante el silencio circundante, aquellas notas anónimas para alabar su propia poesía: “Muy diabólico para algunos, muy divino para otros, aparecerá el poeta de estos nuevos poemas, estas Hojas de hierba: el intento que ellas son de una persona ingenua, masculina, afectuosa, contemplativa, sensual, imperiosa, por plasmar en literatura no sólo sus propias agallas y arrogancia, sino también su propia carne y forma, desnuda, indiferente a los modelos, indiferente a la modestia o a la ley”, escribirá embozadamente Whitman en el Brooklyn Times en septiembre de 1855.

  La primera edición de Leaves of Grass contenía apenas una docena de poemas y pasó bajo silencio. Sólo el viejo Ralph Waldo Emerson, consagrado genio filosófico del trascendentalismo estadounidense, emitió una respuesta, escribiéndole su amable misiva de julio de 1855: “Doy a usted alegría por su libre y valiente pensamiento. Me da gran alegría. Encuentro el coraje en el tratamiento que tanto me deleita, y que sólo una amplia percepción puede inspirar. Le saludo en el comienzo de una gran carrera”.

  Un año más tarde, Whitman copiaría estas palabras como tarjeta de presentación de la segunda edición de sus Hojas, que habían crecido a 32 poemas, recibidos con el mismo silencio, y ya peor, con cuchicheos. La tercera edición aparecida en 1860 integraba 157 poemas. La masa de la que Whitman hacía de vocero no se había volcado a la lectura de su bardo. Sólo un puñado de amigos en su país y unos cuantos lectores atentos en la Gran Bretaña le hicieron mérito a su creciente libro.

  A propósito de la posibilidad de ser publicado en Inglaterra, Whitman escribirá a Dowden en 1872: “Pienso que sería apropiado e incluso esencial incluir los importantes hechos (pues hechos son) de que Hojas de hierba y su autor son despectivamente ignorados por los reconocidos órganos literarios aquí en los Estados Unidos, rechazados por las casas editoras, el autor despedido de un puesto en el gobierno y privado de los medios de manutención, sólo a cuenta de haber escrito el libro”.

  El Walt Whitman que pobló las costas y praderas de los estados de la Unión, que ejerció todos los oficios, que vivió todas las experiencias, conoció todos los sexos, sopesó los bienes y los males en la misma balanza, que amó con excitación el pulular generalizado e indetenible de la vida y el instante final de cada muerte, que tuvo a Dios en cada grano y se rio de la nada por inexistente, el Walt Whitman personaje perlocutivo de su gran oda y su gran epopeya, quedaría en su vida real sometido a la parálisis física, sin movimiento en sus miembros, a veces incluso sin habla, reducido a la mayor pobreza, anciano barbiblanco ofreciendo sus descascados libros en un recodo callejero. Tan en eso fue el poeta igual a todos los fracasados y maltrechos que figuran en sus cantos.

  A doscientos años de su nacimiento, Walt Whitman es no sólo uno de los grandes poetas modernos, hasta el punto de encarnar a cabalidad la gran ironía vital de la literatura moderna: la gran vida virtual alcanzada mediante la palabra tiene como contraparte una vida actual llegada a la ruina, como castigada por su propio exceso, en un estrellado destino prometeico.

  Whitman representa ese nexo vital de la escritura y la manía, estandarte de una experiencia poética que linda con la insania, una patología que cruza el umbral del arte, una euforia inmortal de amor ontológico o una explosión de personalidad verbal múltiple. Los poetas que lo admiran y tácitamente lo siguen, conocen en carne propia ese agudo trance que Whitman supo cultivar a lo largo de su abarcante hierba.

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