Autor: Gustavo Pereira
I
El único poder con el cual la poesía parece congeniar sin riesgo es el del amor. Podría ser única y exclusivamente el del amor erótico si no fuera por su inherente e inmortal tributo a la cursilería. El amor tiene, pues, como la vida, mil rostros.
Que pocos o muchos poetas padezcan de impudicia pragmática ante los verdaderos poderes consagrados (políticos, económicos, militares o eclesiásticos) no es más que simple constatación de la siempre viva y al parecer irremediable debilidad de la condición humana, compensada, imagino, con otras o similares fortalezas.
Solía y suele practicarse y prodigarse la sacrosanta costumbre de lisonjear a quienes se suponen capaces de otorgar lo que se aspira, como lo probara un antiguo poeta griego, Simónides de Ceos, de quien Píndaro llegó a decir que sus cantos tenían cara plateada. Lo cual tiene que ver con el talante o la condición ética del poeta y sus versos pero nada con la poesía.
Ocurre que ciertos supuestos estetas presuntamente sustraídos, dicen, del acontecer político, de dogmas e ideologías, pero pugnaces ante lo que desconocen o menosprecian en estas; y también intelectuales y artistas duchos en conversiones, frustraciones, envidias o rencores, acusan a los que ahora consideran sus contrarios, sobre todo si cometen el pecado de abrazar causas revolucionarias, de ser dóciles aduladores ante los gobiernos de sus compañeros con quienes, por lo demás, compartieron y comparten luchas, contingencias e ideales y a quienes deciden apoyar solidariamente desde la posición que creen correcta.
Tan pronto sorprenden una manifestación suya de adhesión, que es también a la de los principios que han defendido siempre, les privan de todo respeto o amistad —si en verdad la tuvieron— atribuyéndoles lo que ellos practican abierta o subrepticiamente del otro lado del espectro.
II
Una visión análoga de la historia y la vida, amén de las vicisitudes propias de quien escoge ese camino en territorio y condiciones adversas, une a quienes desean un mundo diferente al impío que vivimos.
Unos y otros conocen la esencia, no de los gobiernos sino de los verdaderos poderes omnímodos y perversos, ante los cuales no pocos intelectuales, escritores y artistas “apolíticos, desideologizados e incontaminados” encubren o asoman sus anhelos, solapan sus críticas, se muestran indiferentes o rinden culto secreto o manifiesto.
¿Cuántos de ellos han tenido y sostenido el coraje de nombrar y condenar en este tiempo de invasiones y masacres imperiales y neocoloniales, al menos con inofensiva rúbrica en pronunciamientos colectivos —y no digamos que a combatir— los crímenes y atropellos seculares de los gobiernos estadounidense y sus aliados y lacayos, incluso contra nuestros propios pueblos expoliados en el llamado tercer mundo?
De esos poderes hegemónicos, durante siglos entronizados mediante complejas simbiosis de factores económicos, políticos, militares, eclesiásticos y mediáticos, pero esencialmente culturales, los estetas y desideologizados intelectuales, escritores y poetas suelen hacer abstracción o dudar de su omnipresencia en casi todos los actos de nuestras vidas, como no lo hacen con las acciones justas, valerosas y redentoras de los que se atreven a combatirlos.
Y mientras asumen la supuesta indiferencia, los imperios y sus fámulos imponen anti-valores y degradaciones y fechorías, pero también, no faltaba más, sus recompensas y consagraciones. Sobre estas últimas podría escribirse un tratado que realzara, en primer lugar, los requisitos que debe cumplir el aspirante para acceder a ellas, entre los cuales la disidencia ocupa destacado lugar.
No la simple disidencia, porque disentir puede ser virtud cuando se es honesto y se alegan firmes razones, sino la disidencia acompañada de la conversión, sin prisa pero sin pausa, para desdecirse de lo que se fue alguna vez, si en verdad se fue.
El entonces supuesto apoliticismo se revertirá así, como la piel de zapa, sobre su aprovechada víctima, ahora celebrado, con mutuo beneplácito, por viejos adversarios y aprovechados apóstatas.