El Estero de Camaguán queda en el más allá

Autor: Luis Alberto Crespo
Vivir es peligroso, me vuelve a decir Riobaldo Tatarana entre los carrascales de Gran Sertón Veredas. Eso queda en los llanos peludos de Minais Gerais, donde todavía están esperando que llueva; pero entre aquellos pejugales del nordeste brasileño por donde transitara João Guimarães Rosa en su obra maestra, y las sabanas empalmeradas y atragantadas de agua del Estero de Camaguán, que oyeran gritar por primera vez a Sael Ibáñez, media el mismo infinito, no porque mi amigo de ojos verdes, a quien hace unas horas se le detuvo el corazón, cediera sus dones de inventor de prosa de admirable fantasía a las calientes intemperies de su patria tendida sino, a lo mejor, por su obsesivo nombramiento de la muerte y otrosí, por la machura (el término es de Saint-John Perse) con que se hace de lo tosco, lo abrupto y hasta lo sordo (como es del uso de las puyudas caatingas sertoneras) y echa a un lado cualquier broza que tropezara con la confidencia narrada, porque ésta sucede, es verdad, bien lejos de las insolaciones y los rebalses del río Portuguesa cuando se lo traga el Apure, el perezoso y leonado Apure.

     ¿Por qué?,le pregunté a Sael, ampuloso de espaldas y con arrestos de viejo soguero. Entonces me habló de su hogar en los conventos, de cuando Dios determinó que le sirviera a sus improbables designios con sotana y misal; y también me habló de sus ratos de viandante y desocupado lector en Madrid de los agobios —no sé si antes o después— del recado académico que sufriera en las salas de la UCV. Porque bien pudo haber sufrido de nostalgia lírica, ¿no?, ese insecto picador de la memoria, acaso más asediante que la pálida y picuda jauría zumbadora de la plaga en la charcas de la calle enzanjonada donde naciera.
No, me dijo, que no usó caballo alguno para acortar la modorra de lo inmediato, como hiciera la espuela que calzara el poeta y orfebre de la lengua Arnaldo Acosta Bello, paisano suyo y compañero, desde hoy, en el olvido. No, insistió, porque el paisaje de su añoro fue una celda de novicio seminarista y la Plaza Mayor madrileña, sus frecuentaciones en los bebederos de chatos en Lavapiés y las recoletas horas de lecturas en las bibliotecas. Pero nunca los palmares, nunca el río Portuguesa avasallando las costillas de Camaguán, anegándolos hasta la altura del nido de los arrendajos. Tampoco los llaneros y sus caballos echando para atrás el horizonte.
¿Cuándo se supo escritor? ¿Alguien se lo preguntó? Sólo sé que José Balza fue su deidad. De él aprendió a visitar lo que le ocurre a las emociones, más que a sus cercos. A labrar (más que a escribir) una prosa como quien desdeña el regodeo adjetivista, y sobremanera, a no desatender la elección del objeto último de la ficción: su eficacia en el fulgor último, sobretodo si éste se diera desde el primer párrafo. Y eso hizo, pero cuidando en no desatender a su reclamo más íntimo: el de ser él mismo, como hiciera Humberto Mata, el deltano de la narrativa perfecta, su coetáneo de la vividura, en la astrología y en el oficio.
¿Por qué insisto sobre su vecindad con Guimarães y la muerte? ¿Por qué los lamederos de la sabana guariqueña que fue su patio de juego y donde anduvo conmigo el llanero Tatarana en la lectura de Gran Sertón Veredas? Acudiré a uno de sus libros, la novela Vivir atemoriza. Hay humor allí (es casi su aliada) y, eso sí, hay la fatalidad, explícita y escondida. La muerte no es a la que esperamos encontrar: es su excusa. Y no es ostentosa, no: lo que le importa al autor es narrar, narrar desde y en lo puro; pasar de largo frente a la idea fija y lograr perplejidad en el lector. Por eso todo desenlace es inocuo.
Uno no refiere el contenido de las invenciones de Sael como si hablara por teléfono, según el lugar común.
Lo supe a fondo cuando un día me cedió su hasta ahora único libro de poemas, El ABC de la intuición, para que yo escribiera un prefacio. No lo hice: lo que suscribí fue, línea tras línea, mi emoción. Allí me encontré con su infancia.
Más tarde hizo de ella confidencia al poeta Antonio Trujillo, quien lo anduvo buscando para convidarlo a vivir en su libro de melancolías: Regiones verbales, donde los poemas hablan de sí mismos como si fueran sus propios autores.
En su confesión a Antonio Trujillo, Sael caminaba sudoroso por los barriales colorados de Camaguán cuando unos curas y monjas de seminario lo llevaron consigo para que fuera encontrar a Dios en una celda. El quería que se lo llevaran. “¿Me hablas a mí de nostalgia?”, y le respondió al poeta de Malvasía con cierto gesto del dedo imposible de traducir.
Fiel a sus propósitos de evadir los excesos de lo evidente, en su solitario libro de poemas, tal vez la materia de que está hecha, no sé, la prosa de La noche es una estación.
En él la poesía (ella no suele ser muy asidua de la excesiva confidencia, del miserabilismo y menos de lo lastimero) revela el despojo de lo divagante y el privilegio de lo escrito como arte, por lo que en ABC no se da nunca el susodicho estorbo del yo. Es el tiempo el que ejerce su señorío, el tiempo y la memoria. Es la eternidad. Siempre, creo, fue su personaje escondido.
Ahora es su obra interminable.

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