Autor: Karibay Velásquez
Hay en el interior del planeta, en su energía subsuperficial, una fuerza transformadora que resulta en la emergencia de pequeñas porciones de tierra que llamamos islas. Ora por la expulsión de gases acumulados que terminan en una crisis volcánica, ora porque son montañas de plataformas continentales que se resistieron a desaparecer, las islas dependen de una potencia geosférica, como si de golpe el planeta encontrara nuevas posibilidades de renacer. Al aquietarse el movimiento, la isla no es sino el pedazo de tierra que sobrevive a la deriva, silencioso, atemporal; ruina apenas de la violencia telúrica. ¿No es también así el movimiento que hace el alma hacia su liberación? ¿No nace acaso del vigor interno del hombre la necesidad de configurar un espacio vital que escape de los límites del tiempo? Si lo pensamos, una isla no tiene fronteras, o mejor dicho, sus contornos se confunden con el mar. Y en su sostenerse a flote el tiempo pasa y no pasa. ¿Y no es también vestigio del silencio que fuimos, de la nada que nos resiste, eso que nace como deseo de conquista personal? Como una isla, lo irreductible a lo humano —ese silencio del que hablamos— flota en nosotros y es promesa indefinida e inagotable.
En “El hombre que amaba las islas”, de D. H. Lawrence, asistimos al desafío de quien se propone arrasar con todo orden para recobrar al fin el silencio originario. No se trata de un hombre que quiere estar solo, alejado del tumulto de la ciudad. Sus islas y aún más su deseo de insularidad, son símbolos de la desorganización humana de aquel que halla en el intersticio lo real y desde allí recrea una nueva existencia. El interés del protagonista (a quien conoceremos como el señor Cathcart) se centra en las cosas que calladamente se desvanecen, pues en esta acción reside su permanencia. Qué mejor metáfora que una isla, donde el silencio primigenio resiste apenas y es ráfaga de viento en medio del bramido inquietante del mar. Esta porción de tierra, inasible en su evanescencia, es una suerte de lugar sagrado. La vida surge en su abandono. Somos nosotros quienes nos empeñamos en poblarla de sentido: edificaciones, sonidos, tensiones. Por eso la huida del señor Cathcart es hacia adentro, una suerte de ensimismamiento para alejarse incluso de los espectros que allanan su primera isla. Y claro que lo hará levantando sus propios monumentos, que no se comparan con las catedrales (lugares que tenemos como sagrados en tierra firme) cuyo aguante temporal “se le antojaba un perpetuo aullido”.
Sus intentos hacia el silencio no estarán libres de dudas y reproches. Su primera isla, de todos modos muy cerca del mundo temporal del que huye, la siente como el espacio donde surgen los “terrores de la infinitud”. De noche, cuando todo parece detenerse, lo otro infinito bulle y “los carros de los llamados muertos avanzan raudos por las viejas calles de los siglos, y las almas se amontonan en los caminos que nosotros, en el momento, llamamos años pasados”. Eso otro infernal emerge como islote en el centro de su pequeña tierra, en la oscuridad que se revela cuando la vida retrocede a la nada. Y, ¿quién dijo que la búsqueda personal no le haría sentir en sus entrañas el terror que produce librarse de los acontecimientos que fluyen con sus horas medibles, cuantificables? El hombre parece estar en una batalla cuerpo a cuerpo con el silencio circundante, es como si ante cada emergencia de isla en su interior, la atención se centrara en acercarla a tierra firme —llamémosla hechos, acontecimientos, realidad, historia: lugares de defensa que levanta ante el vacío. Pero eso que principia como miedo, pálpito en las tinieblas, funcionará también como posibilidad.
Así pues, veremos cómo para librarse de las inquietudes que le produce su aislamiento, nuestro protagonista llenará su isla de historia material. Quería hacer de ella una suerte de paraíso: “un diminuto mundo de pura perfección, hecho por el mismo hombre”. Pero, ¿existe tal perfección? Si ha de existir, sería precisamente en una isla tan parecida a tierra firme, cuyos misterios ahuyentas con el estruendo de tu voz y en la que te empeñas en replicar “la superioridad” de aquello de lo que huyes. Frente a cada muro, casa, estructura, el silencio se detiene. La mudez deja lugar al grito que se confunde con otros dentro de la maquinaria del tiempo. Quizás nuestro isleño no lo sepa, pero su Isla Feliz, llena “de su propio espíritu refinado, como una flor”, se convirtió en un diminuto lugar modelo. Y no la abandona porque haya fracasado en ese intento de orden. Lo hace porque en ella, como le sucede en la ciudad, está perdido. Sólo en sus entrañas siente lo otro, la sombra apenas que le sostiene, una realidad que se produce en lo más íntimo. Contemplando el horizonte desde el borde de su primera ínsula, éste le resulta límite más que una invitación al ser.
Cathcart se instala en una segunda isla, mucho más pequeña que la anterior, y en ella vive con un reducido número de personas, todos sus libros y con la tarea meticulosa y absorbente de tomar nota de arbustos, rosas y cuanta flora crece en su islote.
Ya no existe en él el deseo de perfección: su tierra a flote se convierte en un refugio. No hay espectros en esta isla, y si los hay no les teme. Su alma tranquila y callada, como una planta marina, está atenta a los sonidos del mar: “fuertes explosiones, ruidos sordos, extraños y largos suspiros y ruidos silbantes”. No obstante, a pesar del sigilo de él y sus acompañantes, de los murmullos que emiten para no alterar la voz del océano, todos ellos son apenas aves viajeras que visitan el misterio de la isla. Como pájaros que al migrar paran a descansar en ese lugar. Y mientras tanto, la promesa originaria en el interior de Cathcart, va sufriendo los efectos de la erosión: una sensación de frustración va horadando los bordes de su islote hasta hacerlo desaparecer. Entonces huye mar adentro.
Y es que abandonarse al silencio no se trata de aislamiento o incomunicación. De lo que nos habla D. H. Lawrence es de ir a los límites de lo humano, entregarse a una fuerza transformadora que se da en el interior del ser al expulsar su “magma” a la superficie. De la formación de un espacio vital que se realice en su alma y en el que no se pueda sino ser dueño de sí mismo. Una isla, en fin, que sobrevive a la destrucción de todo lo configurado como realidad, y que es afirmación del silencio originario, de la nada que nos hospeda, cuya materia es la posibilidad misma. Al respecto, dice María Zambrano, que de toda ruina (y una isla, lo hemos dicho, lo es), “emana algo divino, que brota de la misma entraña de la vida humana; algo que nace del propio vivir humano cuando se despliega en toda su plenitud sin que haya venido a posarse como regalo concedido de lo alto; algo ganado por haber apurado la esperanza en su extremo límite y soportado su fracaso y aun su muerte: el algo que queda del todo que pasa”.
Y eso que queda es precisamente la tercera isla de Cathcart: “su pequeño dominio, siempre vuelto al incesante e inquieto mar”. El lugar sin lenguaje, el gran silencio. Su isla desnuda y sin relieve, sin arbustos que se alcen agresivos como la gente de la ciudad, está lejos de ser símbolo de lo vacuo, pues ella contiene todo el ensueño de lo humano y su deseo de liberación, que sólo surge en la contemplación desde la orilla de una mar pálida y serena que le rodea. Y ese contemplar es fascinación pura que sólo se explica porque esta acción apura la tragedia y alienta el nacimiento de lo otro aprisionado en el tiempo. Y la tragedia, digámoslo también con Zambrano, conduce al hombre “desde su estrecho mundo privado a un lugar donde todas las cosas humanas le son propias; donde nada es extraño, le sitúa en el ancho horizonte de la vida real (…); le hace ser (…) no el sujeto de su pequeña vida particular, sino el sujeto de la vida humana sin más”.
Lejos de habitarla, el autor nos muestra cómo nuestro protagonista se abandona a lo desconocido en esta tercera isla que es la definitiva. Se libra de las ovejas, cuyo balar y tropiezos en las rocas producen un ruido seco y áspero que no le es propio a su ínsula. Comprueba con satisfacción que la gata que lo acompaña ha desaparecido y con ella los maullidos agudos y penetrantes que interrumpían el gran silencio. Su misma voz también se apaga. Todo esto se le antoja sucio de tierra. Y así llegan los días de inviernos a su alma, tan oscuros y fríos como los que se dibujan en el paisaje de la isla. El viento denso y la mar inquieta, afuera y dentro, forman una muralla a su alrededor. Su pequeña cabaña débilmente iluminada, con cajas de libros apiñadas sin abrir, cartas aún en su envoltorio, nos devuelven la imagen del desorden que se produce en el alma del isleño, una transformación pasiva y dolorosa que le develan una nueva realidad atemporal, donde el día y la noche se confunden y su alrededor se vuelve fantasmagórico. En este espacio lo humano se aniquila y el silencio, poblado por otros (el de la nieve que cae, el aleteo ausente de las aves marinas que migraron de la isla), merodea el lugar. El hombre no sabe lo que busca ni lo que ha ido a ver en esa lejanía; se queda “durante largo rato con los ojos fijos, aquellos ojos de mirada remota, penetrantes y azules, contemplando con una expresión ardiente, casi cruel, el mar oscuro bajo el cielo oscuro”. Y en ese contemplar también descubre el movimiento de la vida y la presencia de una realidad más íntima. No sabremos si esta isla en su alma se mantendrá a flote, aunque sí conoceremos de la mano de D. H. Lawrence que al final Cathcart se resistió a ella: con mal humor lo vimos tratando de escapar de su abstracción, transformando —sin reparar en ello— su tierra árida en una en la que se alzaban colinas blancas “y éstas eran inaccesibles y humeaban como volcanes, pero con polvo de nieve”. Sin embargo, resistirse a los elementos ya es tarde para quien ha recuperado lo originario. Se rinde así a la nada y se pierde en ella, digo bien en el misterio de eso otro que es el silencio que hunde a todas las palabras. En el abandono él también es murmullo del mar que abraza su isla sin límites.